El pasado viernes 13 de noviembre, nuestra investigadora Tabata Contreras publicó en el Diario Electrónico «El Ciudadano» una columna de opinión en la cual reflexiona en torno a los factores sociales y escolares que posibilitan la desescolarización, y cómo estas brechas se han acrecentado durante la pandemia.
Ante un cierre de año escolar incierto, sin directrices claras y con una pandemia vigente, hay una cifra que nos debiese llamar la atención: 81.000 estudiantes van a salir del sistema educativo desde las proyecciones oficiales -un aumento del 200%- (Mineduc, 2020). Por tanto, el gran número de niños, niñas y jóvenes que desertan de las escuelas se suma a la lista de problemas y demandas urgentes que se debiese responder a la brevedad, dadas las consecuencias que arrastra a nivel individual, familiar y social.
La deserción es un concepto complejo, difícil de abordar, entendido muchas veces como resultado del fracaso escolar individual, como la fotografía de un momento, reduciéndolo y simplificándolo. Pero en realidad, el fracaso escolar es parte de un proceso, de una trayectoria de desenganche educativo que inicia desde los primeros años de escolaridad y que presenta un crecimiento exponencial en la adolescencia, cristalizándose en la deserción.
Muchas veces no observamos la película completa de lo que implica el fracaso escolar ¿a quiénes imaginamos al hablar de este problema? ¿Hay más estudiantes, profesores, apoderados y/o familias? Estos son los típicos actores que logramos asociar, pero si consideramos la deserción como un proceso, ¿cuáles fueron las condiciones cotidianas que llevaron a este desenlace?
Es necesario comenzar a cuestionarnos y reconocer esos otros elementos que componen este fenómeno, sobre todo, ante nuestro eventual contexto de pandemia. Y es que al ser un proceso complejo el que enfrentamos, encontramos que hay materialidades -dispositivos, una conexión invisible a internet, distanciamiento social, clases remotas, condiciones laborales-, y hay experiencias difíciles de compatibilizar con la educación -cuidado de otras personas, horarios difíciles de manejar, problemas económicos y de salud-, y sin desmerecer: una sensación constante de agobio y cansancio.
Resulta interesante tratar de ver este fenómeno de manera panorámica, porque nos podría acercar a un tema importante. ¿A quién vamos a culpar esta vez por el fracaso escolar? A esos miles de cámaras apagadas, a esos micrófonos que no funcionan o a ese espacio físico que no se quiere compartir porque demuestra precariedad -hermanos a la espera del dispositivo, familias que intentan cuidar, educar y trabajar-. ¿Quiénes aparecerán finalmente en esta imagen? y ¿a quiénes no queremos retratar?
Y es que muchas veces creemos que el fracaso es individual, nos hemos comprado el discurso neoliberal, ese orden de razón normativa que se traduce en nuestra cotidianeidad en: valores, prácticas, relaciones e incluso en la medición de hasta nuestra propia vida. En este marco toman fuerza argumentos del ciudadano como emprendedor, el empresario de sí mismo y la meritocracia como un valor central de nuestra sociedad, en función de esfuerzos y calidades. Se construye la noción que hay cuerpos, vidas y trayectorias escolares que valen más que otras.
Por tanto, nos parece lógico que si alguien fracasa es porque esa persona falló, es la única responsable porque no supo administrar sus recursos, ni tomar buenas (y rentables) decisiones y oportunidades; o bien, no se esforzó lo suficiente. Pero en este discurso se obvian las condiciones estructurales desiguales, las diferencias de recursos y capitales, a tal punto de que ya no basta con emparejar la cancha, porque en algunas ocasiones ni siquiera existió un terreno baldío.
Quizás es por esto que se naturaliza una cifra tan grande de estudiantes que va a abandonar la escuela; se naturaliza que solo unos pocos han tenido las condiciones adecuadas para vivir el proceso de aprendizaje ante este contexto de pandemia; se naturaliza el abandono cotidiano a los individuos, a la escuela, a la comunidad, al sistema educativo público.
Es sorprendente, porque usted y yo sabemos quiénes van a dejar la escuela: “los mismos de siempre”; sí, esos excluidos, esos “otros” vulnerables. Nos hemos habituado a ignorar las diferencias y la segregación de estas personas. Porque estamos hablando de ese grupo que en nuestro imaginario ha dejado la escuela otras veces, etiquetándolos a todos bajo una misma consigna. De esta forma, pasamos por alto que es una población marginada, invisibilizada y olvidada. Lo peor, es que, en esta película, solo los enfocamos a ellos, incluso ante este contexto de pandemia, obviando las consecuencias que ha arrastrado.
Algo que ha dejado en evidencia el Covid-19, son las grandes brechas de desigualdad en nuestro país. Basta con ir a ver los registros de mayor cantidad de contagios, cifras de muerte y niveles de desempleo. En el contexto educativo, se pudo observar que para estos estudiantes más vulnerables, la escuela proporciona recursos básicos de cuidado y alimentación, sin estos, se perjudica a miles de niños, niñas y adolescentes. Pero no tan solo esto, hemos podido ser testigos que en Chile la educación no es un derecho, no se está asegurando el acceso para todos.
La desregulación del estado ha permeado hasta lo más profundo se nuestras subjetividades, donde aceptamos lógicas como que una vida valga más que otras, donde la inequidad e injusticia es algo normal, que se debe tolerar. Seguimos privilegiando lógicas individualistas, competitivas, donde la preocupación por el colectivo es un ideal lejano, del que nadie resguarda. Ante esta realidad, para muchos, la educación ha perdido su valor y sentido, sobre todo cuando hay necesidades más básicas que no están siendo cubiertas.
Si seguimos sin reconocernos como parte del fracaso, difícilmente vamos a comprometernos con un proyecto de cambio, de transformación y mejora. Al parecer no estamos comprendiendo que estamos hablando de miles de niños, niñas y adolescentes, que están siendo abandonados, y no solo por el Estado. Esto no solo arrastra consecuencias económicas, tiene incidencia directa en la cohesión social y en el bienestar de estas personas, en su proyecto de vida, pero también en nuestro futuro proyecto de país. Debemos pasar a entender que, en este continuo de imágenes, no deben estar solo estos estudiantes.
Ante este contexto es que el concepto de justicia social toma fuerza para visibilizar a esta población, no como una falsa conciencia estática, sino desde un verdadero reconocimiento y valoración. Se debe brindar un espacio educativo que atienda sus necesidades y diferencias, considerándoles como sujetos de derecho, como iguales, proporcionando los apoyos que requieren. Pero también se deben construir espacios para la participación y encuentro, en que sean actores claves, protagonistas de su proceso de aprendizaje.
De esta forma se identificarían como ciudadanos y parte de nuestra sociedad, dejando atrás esa etiqueta de “los otros” excluidos y vulnerados. Sólo así, en esa imagen del fracaso dejarán de estar solos. Quizás podríamos estar al frente de tres opciones: seguimos enfocándolos solo a ellos en una fotografía; seremos todos parte de esa película como colectivo responsable de esta realidad; o bien, ya nadie estará dentro de ese marco, porque ya no habrá fracaso escolar, pues la cancha ya es equitativa y no discrimina a nadie. ¿Cuál escoges tú?
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